Por Gilberto Avilez
El 24 de diciembre de 1855, el cambio en el fiel de la balanza de la guerra que los rebeldes sostendrían con los yucatecos –o mejor dicho, con los pueblos yucatecos de la frontera que corría desde los Chenes, pasando por Tekax, Peto, los bordes de Sotuta, los pueblos de Kanxoc, Tixualahtún, hasta llegar en el lejano partido de Tizimín- comenzaría a sentirse en la villa de Peto mediante estas premonitorias palabras de Ramón Serrano y Carlos M. Quijano, vecinos del pueblo, dirigidas a su ayuntamiento:
El inminente peligro en que se halla esta infortunada población de perder de un momento a otro su existencia, y de desaparecer bajo del hacha brutal y tea incendiaria del indio feroz del oriente que ha engrosado sus filas con una parte numerosa de los antes pacificados del sur, pone en el duro y lamentable caso a todos sus habitantes de recurrir frente a usted como órgano inmediato de su representación, y a ustedes escribiendo su voz al gobierno del Estado.1
Serrano y Quijano externaban, además, que las recientes arremetidas contra el pueblo y su región sureña, se trataban de otra clase de guerra “la que actualmente hacen los indios, y estos no son los que la comenzaron, son otros”.2 En efecto, en septiembre de 1854, luego de varios años de no entrar por la región petuleña, los de Santa Cruz, comandados por los generales Crescencio Poot y Zacarías May, se habían presentado en Peto con la intención de tomarlo pero sin lograrlo, pues junto con la escasa tropa acantonada en la Villa, la gente del pueblo se batió en armas con los rebeldes. El día 8 de septiembre, el coronel José María Novelo, “el digno compañero del coronel D. Eulogio Rosado”, informaba del ataque repentino, señalando que a los indios se les rechazó después del primer ataque, llegando hasta las bocacalles de la plaza principal de Peto; y en un segundo ataque con mayor intensidad, se tuvo que hacer un gran esfuerzo para animar a una tropa –y seguramente a un pueblo- ya cansado. La ayuda de los cosacos fue de gran importancia para el rechazo definitivo, pues poniéndose a la vanguardia, y a pesar de la obstinada resistencia de los rebeldes, se les puso en fuga persiguiéndolos hasta la distancia de media legua de la villa, haciéndoles 15 muertos y algunos heridos, entre los que se encontraban los mismos generales Crescencio Poot y Zacarías May, que fueron llevados por los suyos en kochees (especie de angarillas) gravemente heridos.3 No obstante, para el 9 de septiembre, este grueso grupo de rebeldes –ochocientos hombres, armados con fusiles 40 de ellos, y el resto con palos, hachas y machetes- se presentaría en el pueblo cercano de Tiholop y pasarían por Yaxcabá tomándolos a ambos y saqueándolos, para después tomar rumbo por el pueblo de Kancabdzonot.4
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Una nota de prensa meridana del periódico oficial del estado, haciendo eco del descalabro cruzoob en Peto, decía que “Los bárbaros habían formado un gran plan para nuestra ruina y que hubieran llevado á cabo sin su derrota en Peto, por lo que los heroicos defensores de esta villa se han hecho dignos del general y profundo reconocimiento de sus conciudadanos”. Repelidos los rebeldes en Peto, estos se echaron sobre otros pueblos “para no perder del todo el golpe preparado”, devastando a Yaxcabá y prendiendo fuego a Tiholop; y cargados de botín, habían vuelto a sus selvas orientales.5
Iglesia de Tiholop. Fotografía de Efrén Torres. Febrero de 2020.
Meses después, para el 11 de febrero de 1855, los de Santa Cruz se volverían a presentar a los pueblos del Partido, atacando Peto de forma nuevamente infructuosa, y al ser rechazados, tomaron camino para el rumbo de Yaxcopil, pueblo al sur de la Villa, donde pasaron a machete a siete personas de ambos sexos, y con sus teas le prendieron fuego al inerme Yaxcopil. En el rancho San Francisco, el Batallón Activo de Mérida (100 hombres), a las órdenes de Vicente Ruiz, sostuvo armas con los rebeldes a las siete de la noche, y logrando que se desbandaran, les tomaron 6 fusiles, una escopeta, un machetón, bastimentos y bestias de su botín. En Xpechil, el Batallón Activo de Mérida no encontró más que rastros de sangre de los soldados heridos de Santa Cruz. Ya para la madrugada del 12, en los ranchos Xbulukax (o Bulukax), San Pablo, Pol-Uinquil y San Pedro, con un radio de seis leguas al sur de Peto, los de Santa Cruz habían dejado toda la caballada sustraída, así como un número macabro de 52 cadáveres de los ranchos, “entre criaturas y grandes de ambos sexos”. Esos ranchos habían sido destruidos en su totalidad. El parte oficial, jactancioso, decía que los de Santa Cruz habían tomado rumbo hacia la laguna Chancanab,6 e “iban a toda prisa por el escarmiento que había recibido”. 45 caballos, entre bestias mulares y rocines, así como armas y efectos, se habían recuperado del cuantioso botín.7
El parte oficial era claro al respecto: la guerra no había terminado con los tratados de paz de 1853 entre los yucatecos con los “mayas pacíficos” –éstos, para 1867 se fraccionarían, y un grupo volvería a tomar las armas engrosando las filas de los de Santa Cruz, así como surgirían nuevos grupos rebeldes en la década candente de 1870, que, al parecer, eran sirvientes prófugos de las pocas haciendas del partido de Peto8-; y menos entre los primeros con los de Chan Santa Cruz, que no habían pedido tregua alguna, aunque con el correr de los años habría intentos infructuosos entre éstos y los yucatecos. La guerra continuaría, con intermitencias, en los partidos fronterizos, y la última acción bélica registrada se daría en 1886, tal vez como consecuencia de las terribles plagas de langosta de los años anteriores, que según rumores llegados a la jefatura política de Peto en febrero de 1885, el acrídido había barrido completamente las milpas de los de Santa Cruz, que hizo que los mecanismos de sobrevivencia de la sociedad rebelde, como la cacería y la pesca, se acrecentaran.9
Estatua de Cecilio Chi en el pueblo de Tepich, Quintana Roo. Fotografía: Gilberto Avilez. 2010.
El 16 de febrero de 1855, después de los dos ataques que Peto y sus pueblos habían sufrido en menos de seis meses, un artículo de la redacción del diario oficial, hacía eco de ese clima difícil producido por las estelas de muertes dejadas por los dos ataques de los de Santa Cruz. El artículo comenzaba con el clásico antes y después de 1847:
La villa de Peto, antes de la guerra de castas, era uno de los pueblos más grandes y florecientes de la península porque entonces esta villa, lo mismo que Tekax y Maxcanú, era uno de los recipientes que al pie de la Sierra Alta reunían toda la riqueza industrial de Yucatán al sur de este país.10
La guerra y los subsecuentes ataques de los rebeldes a los ranchos y haciendas de la región, habían reducido esa riqueza de los cañaverales a casi cenizas. Sin embargo, una vez activada la contraofensiva yucateca a partir de 1849, recuperado poco a poco el espacio perdido entre 1847 y 1848, y “arrinconado a los indios en sus bosques á punta de bayonetas y a costa de mucha sangre”, Ticul, Tekax, Peto y hasta Tihosuco comenzaron tenuemente a levantarse del marasmo producido por la guerra relámpago maya, obteniendo una repoblación e importancia industrial muy distante de la que tenían antes de 1847, ya que esa riqueza del periodo azucarero, se había vuelto inaccesible “después de haber sido estos pueblos los teatros de luchas y desgracias inauditas”.11 La Villa de Peto fue, al parecer, el lugar en donde más interés se tuvo por parte de los propietarios de “aquellos infelices rumbos” para su recuperación. Convertida en cuartel general de la comandancia de la línea del Sureste presidido por el coronel Eulogio Rosado, Peto llegó a tener mayor importancia que en el tiempo de los cañaverales: ahora sería el “dique” de las arremetidas rebeldes,12 y ya no solamente un inmenso y lozano cañaveral. El causante de este breve estado de gracia para el Partido de Peto durante el tiempo que duró la contraofensiva yucateca -pues a partir de septiembre de 1854, como hemos dicho, la cosa cambiaría- fue el coronel que mandara matar a Manuel Antonio Ay en julio de 1847, José Eulogio Rosado:13
La reposición –decía el artículo- de todos estos puntos, el renacimiento de la industria y de la seguridad en ellos se debía a la actividad incansable, al valor, al heroísmo en fin del malogrado coronel D. José Eulogio Rosado que siempre alerta y en pie, a pesar de sus enfermedades, no abandonaba la campaña corriendo, de un punto a otro con la actividad del rayo, ya para sofocar un motín, ya para derrotar a los bárbaros, donde quiera que intentaban romper la línea de bayonetas con que los contenía después de haberlos arrojado á sus bosques.14
Pero con las pugnas políticas entre meridanos y campechanos, con las guerras de los indios, sin la vigilancia de don Eulogio Rosado, que sucumbiría en 1853 a manos, no de los rebeldes sino de “la peste más desoladora” que se presentaría en Izamal,15 el breve renacer del partido más cercano al territorio rebelde, pasaría al nostálgico recuerdo. Peto no cayó a manos de los rebeldes, en los cinco meses que va de fines de 1854 a principios de 1855, pero la zona de riesgo en que se convertiría como partido fronterizo, hizo que “una nueva decadencia” volviera “á marcarse en su población e industria” de la que a duras penas se libraría hasta la llegada a la Villa de los vientos capitalistas traídos por la turbamulta de la hojarasca chiclera.16