TIJUANA.- Todos los días a las siete de la mañana Silvia Rosas, una enfermera del Hospital General de Tijuana, toma el elevador que fue acondicionado exclusivamente para el personal y los pacientes que subirán al tercer piso: “el área negra”, donde están los pacientes contagiados de covid-19.
A pesar del sacrificio no está dispuesta a poner en riesgo a sus cuatro hijos y a su marido, que la esperan en casa, por eso tomó medidas drásticas: acondicionar su camioneta Voyager blanca 1994 para vivir en ella cuando esté de turno y que estaciona en el Hospital General, según información de Mexicanos Contra la Corrupción y la Impunidad (MCCI).
Baja California es el segundo estado con más muertos por covid-19, después de la Ciudad de México. Hasta el viernes 10 de abril había 25 fallecimientos y 304 casos confirmados.
Del otro lado de la frontera, en el condado de San Diego, California, en Estados Unidos hasta el 9 de abril había mil 628 casos confirmados. “Las personas se están muriendo infectadas, hay personas que son pilares para su casa y están cayendo al hospital porque no tuvieron las precauciones, y a nosotros lo que más nos impacta es que nos vamos a contagiar por personas que no tuvieron a bien el seguir las recomendaciones”, concluye la enfermera.
La primera semana de abril la enfermera decidió no volver a casa porque teme por su hijo mayor, que va a la universidad; por el otro de 13 años, el adolescente; por su hija de 9 y por el menor, que apenas cumplió 6.
Hace dos años ingresó a trabajar al Hospital General de Tijuana, uno de los hospitales más concurridos de esa ciudad fronteriza. Ha pasado por el área de urgencias e incluso ya había trabajado en el tercer piso, el área de medicina interna donde trataban a otros pacientes con complicaciones graves.
Al llegar al nosocomio, Silvia se despoja de su ropa, se lava escrupulosamente las manos, se mete cuidadosamente unos guantes quirúrgicos que le llegan al antebrazo y se viste con un overol impermeable blanco, de esos que recuerdan los trajes soviéticos antirradiación.
Se coloca los lentes protectores de plástico que se adhieren con silicón en sus pómulos, se recoge el pelo chino y negro en un gorro quirúrgico, y encima se ajusta una careta que asemeja una visera con plástico colgante que cubre su rostro y le llega al cuello.
Silvia está lista para empezar el día en “la zona contaminada”, como le llaman: revisa las bombas de infusión, bolsas de plástico que van directo a la vena y por donde pasan los medicamentos. Mide la cantidad de oxígeno del paciente, se asegura que esté ventilando bien y si no, viene la parte terrible del día.
“El paciente comienza a ponerse azul por la falta de oxígeno, batalla para respirar, la verdad es impactante”, cuenta la enfermera de 40 años que trabaja con los contagiados de coronavirus.
Entonces hay que auxiliar al médico en el proceso de intubación, meter un tubo de plástico que va directo hasta la garganta y se conecta a un ventilador para ayudarle a respirar y lo mantiene con vida.
Ella se coloca junto al médico que hace las maniobras para deslizar el tubo hasta la tráquea. Silvia aspira con una manguera las secreciones espumosas que expulsan los pacientes con covid-19.
Le impresiona cómo los pacientes se van deteriorando hasta morir, jóvenes o ancianos, con enfermedades crónicas o sanos. El coronavirus no respeta a nadie, dice. La enfermera tiene miedo todo el tiempo, no lo niega, aunque admite que es lo que ella escogió, por eso es enfermera desde hace 14 años.
“Siempre es impactante ver a una persona deteriorarse. El virus lo que hace es que ataca los pulmones, la vía respiratoria y el paciente empieza a tener dificultad para que el oxígeno esté entrando a su sistema, entonces es necesario conectarlos al respirador”.
El “área contaminada” es un recuadro con camas que está dividida en dos: la zona negra y la gris. Se colocó una barrera improvisada, un cristal por donde con señas se comunican con los médicos y enfermeras que preparan los medicamentos que pasarán a Silvia desde la zona gris.
El equipo de protección que usa la enfermera Silvia Rosas en el “área negra” del Hospital General de Tijuana. Foto: Especial
Se extremaron precauciones y se sustituyeron las puertas de entrada con otras de metal. Según Silvia el número varía todos los días, pero en esa área hay unos 17 pacientes entre casos positivos y sospechosos que tienen los síntomas de contagio.
A pesar del sacrificio no está dispuesta a poner en riesgo a sus cuatro hijos y a su marido, que la esperan en casa, por eso tomó medidas drásticas: acondicionar su camioneta Voyager blanca 1994 para vivir en ella cuando esté de turno y que estaciona en el Hospital General.
“Mi esposo me la acondicionó, le quitó asientos, le puso un colchón, metimos ahora sí que lo mínimo indispensable para poder estar ahí. Mis cobijas, mis almohadas, zapatos, ropa de civil”.
Donde iban los asientos, ahora hay una colchoneta rosa, una franela blanca, una cobija azul, almohadas rosas con distintos patrones. Al fondo otra cobija color celeste: en Tijuana hace frío en abril y estas noches la temperatura desciende hasta los 10 grados centígrados, con nubes densas que anuncian lluvia.
A Silvia le impresiona el desinterés de algunas personas, dice que verlos pasear por la calle la desmorona. “Claro que da miedo todo el tiempo, y ahí estamos. Está saturado el servicio, no se van a salvar porque no va haber el equipo para salvarles la vida, entonces lo que queremos es disminuir (el número de pacientes) para darnos abasto y poder disminuir la cantidad de personas que pudieran fallecer”.
Dice que se tiene que evitar llegar al punto donde tengan que evaluar a quién se le da prioridad, eso sería una catástrofe.
“Si (un ventilador) se va a ocupar con una persona, no puedes esperar a que híjole, si ya va a fallecer que fallezca para ponérselo a otra, imagínate”, dice con un resoplido.
Con información de proceso.com.mx