Por Gilberto Avilez Tax
El verdadero origen de Quintana Roo, preciso es escribirlo, es consecuencia, por un lado, primero de la guerra de liberación autonómica del pueblo maya de la Cruz parlante, durante el conflicto agrario, social, político y cultural que la historiografía ha denominado guerra de castas (1847-1901). Y por otra parte, pero como respuesta a esta histórica autonomía bélica, de la pretensión que en ese entonces tenía el gobierno federal –desde don Porfirio hasta los afanes modernizadores y los planes turísticos establecidos desde tiempos de López Mateos y concretizados con Luis Echeverría- para el dominio forestal y fiscal de sitios estratégicos de flujo mercantil durante fines del XIX y principios del XX , y la creación de nuevos nodos económicos bajo la égida del turismo a partir de la segunda mitad del siglo XX.
En la perspectiva que nos da la historia, podría afirmarse que, desde el primer momento en que el otrora territorio de Quintana Roo fue creado en 1902, el dominio y sojuzgamiento, además de la exclusión (política, económica, social, cultural) a que fueron arrinconados los mayas del centro de Quintana Roo de la profanada Chan Santa Cruz cuando Bravo asentara en ella sus once años de cruento despotismo, fue el “ideal” a seguir, la consigna inapelable a respetar, y esto es un continuum que van desde el gobierno porfiriano, hasta los gobiernos revolucionarios y posrevolucionarios.
Aquí es forzoso hacer una digresión histórica sobre el conflicto bélico de la segunda parte del XIX: la Guerra de Castas, entendida como el verdadero origen de Quintana Roo, que dio como consecuencia la creación de un territorio indígena autónomo (o los territorios dominados por los cruzoob y los mayas pacíficos del sur), y la posterior conquista, ocupación y “estatificación-territorialización” de ese espacio autónomo, a partir del lapso de 1901-1974.
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Dando por sentado de que lo que se trató fue en realidad un conflicto agrario, el desaparecido historiador Enrique Florescano, en un libro ya clásico sobre la crisis del Estado mexicano respecto a los pueblos de estirpe mesoamericana, refiere el hecho evidente de la “conciencia de clase” –o “conciencia de raza”- de las primeras historiografías yucatecas del conflicto maya de 1847-1901, pues sus autores, acota, “eran descendientes de la élite yucateca que acumuló un odio visceral contra los indígenas que resistieron la expansión de la agricultura comercial y el desarrollo capitalista”, y que, consecuentes con sus intereses, “elaboraron una interpretación étnica, por no decir racista de los conflictos que vivieron sus padres y afirmaron que el origen de la llamada Guerra de Castas fue el odio indígena a la raza blanca, sedimentada a lo largo de siglos”.
En esta tenaz resistencia contra las formas de dominio practicados por grupos hegemónicos (esas violencias de innúmero género: simbólicas, culturales, materiales, de salud, económicas, políticas, religiosas) no me refiero, desde luego, a todo el pueblo maya peninsular, sino a aquel grupo específico de indígenas que defendieron a ultranza su autonomía al iniciarse la Guerra de Castas, y ser formalizadas dichas defensas autonómicas cuando José María Barrera fundara, a finales de 1850 a Chan Santa Cruz en las selvas orientales de lo que es hoy actualmente el estado de Quintana Roo.
Lo que antes como Zona Maya y que hoy intentan denominar “Maya Kaan” , fue región de emancipación -en la terminología establecida por Reed (1984)-, de los rebeldes cruzoob o macehualob- durante el conflicto agrario interétnico denominado como “Guerra de Castas” (Bracamonte y Sosa, 1994: 126), y cuya capital estuvo concentrada en Noh Cah Santa Cruz Xbalam Ná -para abreviar, sigo aquí la designación corriente: Chan Santa Cruz, fundada a fines de 1850 (Careaga Viliesid, 1998: 122)-, cuando Barrera, grabando unas cruces en un árbol para marcar la entrada a un cenote, creó el artilugio cohesionador ideológico para su pueblo en guerra conocido como la Cruz Parlante, o “La Santísima , dando inicio, de esta manera, a la estructuración de una nueva sociedad con una nueva religión, distinta de la ladina yucateca, y autónoma en cuanto a su reorganización social sustentada alrededor de una interpretación propia del mundo, que le daba un sentido preciso para la fiera resistencia contra la cultura opresora.
En una extensa zona territorial, o región de emancipación netamente autónoma, los cruzoob construyeron, mediante su sublevación, una sociedad libre apartada geográficamente por la espesa manigua del oriente de la Península, que estuvo en oposición frontal a sus antiguos dominadores yucatecos; los cruzoob reformularon sistemas religiosos culturales –el culto a la Cruz parlante- para su interés libertario con manifestaciones culturales de carácter tradicional, liberándose así del tutelaje y la dominación, y recuperando o creando un territorio vital (Bracamonte: Idem). Este culto a la Cruz, que sirvió de aliciente para los pueblos mayas rebeldes, casi derrotados después de las muertes de Chi y Pat, en 1849, fue toda una hazaña de solidificación social para la estructuración de la república autónoma de Chan Santa Cruz.
En los montes apartados de lo que actualmente denominamos como Quintana Roo, esta nueva sociedad, como producto de la guerra trabada por los indígenas para su liberación, de manera libre, autónoma y en frontal oposición a sus dominadores, por más de 50 años reformuló las tramas de significados (Geertz, 1996: 20) de su cultura en resistencia, retejiéndola hacia nuevas formas de organización social sin la urdimbre exógena del tutelaje y la dominación de los grupos dominantes; recuperando, o creando para sí, un territorio vital que sería conocido como territorio cruzoob: el territorio de la autonomía maya. Desde ese entonces, Chan Santa Cruz y su dominio territorial se convertiría en el centro y brújula de la alianza de los mayas rebeldes insumisos; y desde su fundación, la Guerra de Castas de Yucatán se transformaría, como hemos dicho, en el enfrentamiento de dos sociedades diametralmente opuestas: por un lado, la República de Chan Santa Cruz de la resistencia de los mayas cruzoob, emanada de un fuerte sentido religioso, sin obviar los tratos que sostuvieron con Honduras Británica para su logro autonómico; por el otro, la sociedad ladina yucateca, hegemónica en cuanto a sus fines modernistas homogeneizadores, pero que se seguía estructurando desde los andamios coloniales.
Un claro ejemplo de esta actitud autonómica (de este núcleo cultural de autonomía indígena), sucedió después del sangriento periodo de once años de persecución y acorralamiento del general porfirista Ignacio A. Bravo en la zona –que no logró someter, pero acrecentó el odio de los cruzoob hacia los invasores “uachoob”-, al retornar los rebeldes, en 1915, a Chan Santa Cruz. Contra los “malos vientos” que habían dejado la presencia de los dzules (Reed, 1984: 245), los cuales habían penetrado en Chan Santa Cruz, los cruzoob, que no volvieron a establecerse en el pueblo santo, se dedicaron a destruir toda la infraestructura realizada por los invasores:
“Dueños así de su antigua capital, los nativos se creyeron de nuevo autónomos y se dedicaron a destruir las mejoras que había realizado allí el Gobierno Federal; el magnífico aljibe público fue volado con dinamita; el ferrocarril de Vigía Chico quedó inservible, pues, las locomotoras fueron descarriladas y los carros incendiados; por último, para aislarse totalmente del exterior cortaron las líneas telegráficas, utilizando el alambre para usos diversos. Por otro lado, para fijar mejor su sentimiento de solidaridad tribal, procuraron reorganizar su estructura teocrático-militar y darle nueva vida al culto de ‘La Cruz que Habla’” (Villa Rojas: 122).
La histórica autonomía de los hijos de la Cruz Parlante, alcanzada en más de medio siglo de lucha frontal contra yucatecos y contra mexicanos, sería posteriormente socavada, y su rango de acción restringido al ámbito comunitario como producto de la sistemática superposición de los aparatos estatales en la zona, de 1920 en adelante, cuando los afanes soberanos del Estado mexicano se dirigieron, vez enésima, contra ellos.
Miguel Alberto Bartolomé indicó hace unos años, que este nuevo modelo de sociedad desarrollado en las selvas de Quintana Roo durante la segunda mitad del siglo XIX, podría ser equiparado a los batabilados, es decir, las comunidades autónomas previas a la Conquista, y que tal vez su organización interna no haya sido propiamente teocrática-militar (idea que nos remitiría a formas sociales jerárquicas y autoritarias), por el hecho de que los generales –el último, May, fue desconocido y desterrado por los suyos, cuando le atribuyeron “haberse vendido a los mexicanos”- podían ser destituidos y, por el contrario, en su interpretación interna de la comunidad, le da más preeminencia a las asambleas comunales (el popolna) en la toma de decisiones del pueblo de Chan Santa Cruz, el cual logró que tanto el gobierno yucateco, como el naciente Estado-nación mexicano, les reconociera, tácitamente, su existencia como sujeto colectivo conformando una forma estatal independiente, una propuesta y un régimen de autonomía salida desde las propias comunidades mayas en el largo periodo de tiempo en que la Cruz hablaba.
Esta forma de unidad política independiente, que no entraba en los planes y el proyecto del país elaborado por el sector criollo (el criollismo es el germen de todo “nativista”) que se apoderó del Estado mexicano “y que pretendió definir a la nación a su imagen y semejanza”, al iniciarse la década última de la dictadura porfirista (1901), tuvo que ser desmantelada; y el impulso de las armas, una vez que la “generosidad” de Díaz, al ofrecerle el “reconocimiento” de sus tierras a los propios mayas, fuera rechazada por ellos de forma inequívoca, dispuso lo necesario para el intento de desmembramiento del pueblo de la Cruz parlante, pues el considerable territorio de los mayas rebeldes, que ocupaba la mayor parte de la costa oriental de Yucatán, rica en chicozapote y otros recursos forestales (ocupando casi toda la parte oriental de la península, el territorio autónomo de los mayas rebeldes ocupaba un gran trecho de hectáreas, que iban desde La Maroma, a veces Tulum, hasta el río hondo y Bacalar), fue considerado por el gobierno mexicano, “dentro del catálogo de los terrenos baldíos, con el firme propósito de repartirlos entre empresarios forestales adeptos al gobierno central”, para llevar así los planes económicos del Estado mediante concesiones forestales en el norte de Quintana Roo, a un selecto grupo cercanísimo al círculo de Díaz, supuestamente para civilizar, colonizar y llevar el desarrollo en la zona.
Dije intento de desmembramiento, pues aunque el pueblo maya fue constreñido de innúmeras formas (las explotaciones forestales al norte del territorio maya primeramente, la creación de Santa Cruz de Bravo después, junto con la siembra de villas de ferrocarril para comunicar a ésta con Vigía Chico, el monitoreo aduanal de la parte sur con la creación de Payo Obispo para hacer difícil el tráfico de tintórea y de armas por parte de los ingleses a través del sistema de la bahía de Chetumal[17], y sin contar los afanes de las empresas forestales extranjeras ambicionando el botín maderero del despojo) y reducido su espacio sociocultural a lo mínimo, “aun en plena derrota los mayas establecieron la supremacía en una región de difícil penetración para la tropa federal y para las empresas forestales”, pues esta zona “facilitó a los indígenas reorganizar su sociedad, a tal grado que el gobierno mexicano se vio obligado a implantar una doble actitud: una en la que en ocasiones cedía a las presiones de los indígenas, y otra cuando optaba por desmembrar la organización política social de los pueblos mayas con la finalidad de disminuir su resistencia. Ambas acciones se llevaban a cabo con el objetivo de simplificar la integración de los indios al Estado mexicano”.
La lucha autonómica del pueblo de la Cruz Parlante, con el constante acrecentamiento del poder geopolítico del Estado mexicano y de la fase turística durante los últimos treinta años, para “el poblamiento del vacío” , la reducción de la sociedad autónoma maya a unas pocas hectáreas en el centro de Quintana Roo, cuando el estado mexicano, siguiendo la tesis monista de la impenetrabilidad del estado, los fue constantemente excluyendo de áreas forestales, económicas, políticas, forzándolos a cerrarse en el ámbito de la “vida comunitaria” (en una especie de apartheid no legislado, pero sí explicitado) ha sufrido una merma considerable en su proyecto de sociedad autónoma fraguada en la crónica coyuntura bélica del periodo 1847-1901. Primero con las explotaciones forestales y el plan militar de ocupación de su territorio (1895-1915), después con el boom chiclero de las primeras tres décadas del siglo XX cuando el territorio y los bosques de los mayas rebeldes fueron sistemáticamente envueltos en situaciones de rapiña y despojo legalizado; las políticas de colonización iniciadas en el periodo de López Mateos, sólo vendrían a señalar, palpablemente, la indiferencia hacia la población maya por parte del gobierno federal. Desde el periodo de Luis Echeverría, con el inicio del proyecto Cancún y el acelerado cambio de las actividades agrícola, para pasar preponderante a las turísticas -cuando el turismo se ha vuelto religión oficial y certeza inequívoca para las mayorías y para la elite regional-, el pueblo maya ha entrado en una nueva fase: ¿de reestructuración sociocultural justa?, ¿de modificación y adaptación de sus tradiciones en una forma digna?, ¿o de extinción a base de brutales aculturaciones occidentales, lo que implica el etnocidio y su marginación social?, donde los procesos de migración crecientes a la Zona Norte de Quintana Roo indican el despoblamiento de la zona maya, la des-ruralización y el desarraigo del Quintana Roo profundo.
Las cifras poblacionales de la zona maya, indican que en los últimos años ha disminuido la proporción de indígenas de esta región respecto de las no indígenas, y esto como resultado directo de los flujos migratorios. Entre la milpa y la obra, los mayas, forzados por las carencias innúmeras como producto directo de las políticas neoliberales de desarticulamiento progresivo del agro mexicano, iniciadas jurídicamente con las reformas en la materia dispuesto por Salinas de Gortari en 1992, han decido por lo segundo, y más en este punto de la nación donde los derechos indígenas –y laborales- se reducen a casi nada en los nuevos “obrajes”, mitas, naborías y repartimientos de la postmodernidad actual, que son la construcción de los complejos hoteleros en la zona norte de Quintana Roo, aunque la pandemia del Covid-19 haya sido un gran mentís para esta industria extractivista.
En la configuración globalitaria de la economía nacional, exactamente en las configuración globalitaria del turismo en Quintana Roo, en donde hablar pestes ambientalistas contra el turismo, más que tabú, viene siendo cuasi sacrilegio, los herederos de la cruz parlante, como originarios fundadores del territorio que es actualmente el estado de Quintana Roo, se difuminan en los No-lugares de la zona norte de Quintana Roo, polo económico peninsular brotado, y desarrollado, durante los últimos años. Y esto si obviamos los índices de criminalidad creciente, la desestructuración social de las comunidades de origen, la pauperización de la mano de obra no capacitada, los mínimos derechos laborales en los complejos hoteleros de la Riviera Maya.
Como origen del estado de Quintana Roo, la Guerra de castas y los hijos de la Cruz Parlante siguen estando en un muy lejano escenario “oficialización” teatralizadora , y que hoy simplemente se olvida el significado de esa larga lucha indígena, o se “Xcaretiza” y difumina sus derechos, al mismo tiempo que el gobierno los sigue viendo con el prisma de una “etnia vencida”…por el turismo.