Agustín Labrada
En estas fotografías es abril de 1997 y estoy con Ron, el perro de Carlos Düring, en la Punta Sur de Isla Mujeres. Una joven checa vagabundeaba por allí y nos hizo las fotos después de que le tomé tres a ella junto a las ruinas del templo de Ixchel, la diosa maya de la fertilidad. Luego desapareció y Ron vino a sentarse junto a mí, sobre el acantilado.
Yo era como su tío, el tío de un pastor alemán que vislumbraba en el horizonte un bote de pescadores y un yate con turistas. Vi abajo el agua muy azul y más allá estarían las costas de Pinar del Río, el Cabo San Antonio, algún faro para expandir sus luces en medio de las noches, quizá el espíritu de un guanajatabey comiéndose el molusco de un caracol en una cueva.
Tres años antes, por ese mismo mar llegaron de Cuba docenas y docenas de balsas y balseros como, al revés, desde Isla Mujeres, en 1850, partió hacia Cuba una expedición capitaneada por Narciso López, que pudo tomar la villa de Cárdenas —sometida, como todo el país, por el imperio español— e izó allí, por vez primera en la historia, la bandera cubana.
Pensé que, si décadas más tarde muriese en este lado del Caribe, me gustaría que mis cenizas fueran arrojadas desde el acantilado hacia el puente líquido que se despliega entre Isla Mujeres y Cuba, tal vez con el abrigo de la Virgen de la Caridad, en ambas márgenes venerada, y el eco de José Martí, quien ciento veinte años atrás estuvo allí y escribió sobre la isla.
Cuando Ron y yo regresamos a la cabaña que Carlos le rentaba a una suiza, no sé por qué motivos, allí estaban Román, jefe de la oficina de Cubana de Aviación en Cancún, y su esposa. A las dos de la tarde y, sentados en el jardín —entre mates, café y alguna cerveza—, Román me dijo que cuando viajase a Cuba no me cobrarían el exceso de equipaje.
Un día antes, Düring y yo nos habíamos reunido con Fidel Villanueva Madrid, entonces presidente municipal de la ínsula, para coordinar un encuentro caribeño de poesía que llegó a realizarse a finales de ese verano. Düring, cineasta y actor argentino, filmaba las actividades del ayuntamiento, y Fidel, también cronista, acogió el proyecto.
Román no imaginó que, luego de cinco años de haber salido, yo iba a viajar muy pronto, ni que llevaba meses acumulando maletas. Así que tomé su palabra y decidí vérmelas con la incertidumbre, acorralado por la nostalgia, tras una ausencia que me pareció enorme, sin tener que rogarle a un capitán general, como hizo Heredia, para volver.
La despedida se hizo en Cancún, en casa de Jorge González Durán. Estaban allí, entre otros, los periodistas Normando Medina y Eduardo Aguilar, y el dramaturgo Albio Paz, mi amiga Layda…; y —entre risas, música y tragos— Jorge, generoso, metió en mi equipaje una botella de tequila y tres caballitos. Sentí que tal vez sería esa mi última noche en México.
Al día siguiente, Ramón Patrón me llevó con todas mis maletas, maletines, mochilas y cajas al aeropuerto. Trasladarlas hasta el mostrador de Cubana de Aviación nos llevó varias idas y retornos a su coche. Román, con quien no volví a comunicarme y de quien nunca supe ni su nombre ni su número telefónico, no se encontraba por todo aquello.
Alguien dijo que Román había viajado a otra ciudad, nadie sabía nada de mi acuerdo con él, casi me di por vencido hasta que, en algún papel, descubrieron mi nombre. Se cumplió la promesa y no me cobraron ni un centavo por aquel sobrepeso. Me despedí de Patrón convencido de que no lo vería más y caminé lento hacia las escaleras eléctricas.
A bordo del avión, iban cubanos radicados en Miami que viajaban a través de México, turistas suecos, japoneses con cámaras, mexicanos que tenían novias en Miramar o en Luyanó… Luego de tanto tiempo fuera de la isla, imaginé en flechazos que me recibirían con interrogatorios, que no iban a dejarme volver, que quizá me metieran preso…
Un aplauso para el piloto, tras un vuelo que apenas rebasó la hora y entramos al Aeropuerto Internacional José Martí. Aún no habían construido las nuevas terminales. Esperé en una cola que se me hizo inextinguible, una venezolana me confundió con un actor de telenovelas, saltaron unos niños con desorden, alguien gritó en una lengua oscura.
Al llegar a Migración, me pidieron el pasaporte. Había dos agentes muy jóvenes. Uno de ellos escudriñó el documento reiteradas veces mientras el tiempo se adensaba y la fila seguía tras de mí, semejante a una boa. El agente llamó al otro agente, se rascó la cabeza, cuchichearon y volvieron a mirar el pasaporte, como a un enigma o un explosivo.
—¿Algún problema, compañeros? —pregunté con voz teatral y esperando una respuesta grosera y prepotente, pero no fue así. Amable y en voz baja, uno de ellos me contestó: “No, sólo que, si va a salir otra vez del país, debe solicitar un nuevo permiso.”
Ya había vencido el primer muro, pero cuando llegué a la Aduana, al tan sólo pesar una caja llena de jabones, una mulata de ojos verdes comentó:
—¡Ufff! Traes mucho peso. Hay que cobrarte.
—¿Cuánto debo pagar?
—Cien.
Saqué de mi cartera un billete de cien dólares y la muchacha me detuvo.
—No, cien pesos en moneda nacional.
Salí, afuera me esperaba mi hermano del alma Francisco López Sacha con un carro ruso, ahora no recuerdo si Lada o Moskvitch, que enrumbó hacia la avenida Rancho Boyeros, donde mis ojos chocaron con una ciudad descolorida, nubes de gente que esperaba algo con ruedas para desplazarse, perros sumergidos entre la hojarasca y la basura…
De pronto, sentí el olor de La Habana: una mezcla de gas que se fuga y gasolina rusa en el aire, un olor que no sentía desde aquel martes diez de febrero de 1992, cuando la escritora Odette Alonso y yo salimos de la isla y, ya volando, dije unos versos de José María Heredia sobre “las palmas deliciosas” y Odette me pidió que no jugara con la suerte.
Esa tarde, para mi sorpresa, estaban vendiendo maltas junto al puerto. Sacha y yo brindamos con malta y con cerveza después mientras un viejo barco enterraba su proa en la bahía. A sólo unas cuadras, vi languidecer la Casa del Joven Creador, donde giraron mis días habaneros. Frente a su puerta cerrada, distinguimos un montón de escombros y arena.
Mis amigos, mi equipo de trabajo, en su mayoría respiraban en la diáspora: Omar en Venezuela, Odette en México, Margarita en España, Carmen y Waldy en Estados Unidos, et al. Miré aquel edificio colonial con tristeza. Demasiados recuerdos me siguen uniendo a él. Ya no fue más nuestra cueva de artistas y acabó convirtiéndose en el Museo del Ron.
Mi última noche de trabajo allí discurrió el sábado siete de febrero de 1992, cuando nuestro equipo organizó un concierto masivo de trova, ya que Frank Ferrer, hermano del controvertido cantautor Pedro Luis Ferrer, quien se había ido por el Mariel doce años antes, regresaba de Miami con la oferta de producir un par de discos a los dos mejores trovadores.
Había más de cien trovadores. No todos cantaron. Carlos Varela y Jorge García me extendieron sus casetes y referencias para que yo se los entregara a Frank. Fue una noche mágica, el ron iba fluyendo como un arroyo, la música ascendía a los tejados. Radiante, Omar Mederos, director de la sede, demostró una vez más su intenso poder de convocatoria.
Eso había sido apenas un lustro atrás. Sacha me recordó también una lectura que allí le organicé, a finales de 1991, donde dio a conocer fragmentos de lo que luego sería su gran novela Voy a escribir la eternidad. Valia Quintana, en cuya casa me quedé a dormir, nos acompañó en ese recorrido, donde se incluyeron la Plaza de la Catedral y el malecón.
Al otro día, pude visitar a unos pocos amigos y compartir diálogos y cervezas. Sacha me ayudó a gestionar un nuevo pasaporte y el permiso para volver a México, el oleaje del malecón mojó otra vez mi cara, recorrí El Vedado y la Habana Vieja, compré algunos libros, recordé mis años en esas calles y su herrumbre, aquello que sólo salvaría la memoria.
Desde la terraza del Hotel Nacional, detrás de una cerveza, tuve una vista panorámica de la ciudad. Allí estudié, trabajé, hice amigos entrañables y quise a más de una muchacha. Viví en el Vedado, Miramar, frente al Capitolio y Santos Suárez. La capital de todos los cubanos agonizaba en 1991 con la insondable crisis, tras el fin de la Unión Soviética.
Dicen que la hambruna se volvió más aguda en los años que siguieron, la gente comió lo inverosímil. Nunca pude entender cómo el bloqueo comercial norteamericano logró que —en una isla llena de tierras fértiles que cultivan laboriosos campesinos— no se produjeran y distribuyesen los alimentos indispensables para una población desesperada.
Al tercer día, aún no encontraba el modo de irme para Oriente y entonces la madre de mi amiga Grisel Jaime Álvarez, jubilada de la Terminal de Ómnibus Nacionales, negoció con el chofer de un autobús para que yo pudiese viajar. Una vez a bordo, tendría que pagarle cuarenta pesos por el boleto y diez dólares por concederme el privilegio del viaje.
Por diez pesos cubanos, un acomodador metió mi enjambre de bultos en el maletero de la guagua. Al despedirme de Sacha y de la madre de Grisel, caí en cuenta de que mi familia no sabía que yo estaba en Cuba. Media hora después, el autobús se hundió en la noche profunda de la autopista y Grisel Jaime Álvarez llamó por teléfono a Holguín.
En mi casa nunca hubo teléfono, así que Grisel, a quien ni por referencia conocía mi familia, habló con una vecina y la vecina llevó el mensaje. Una mezcla de alegría y escepticismo invadió a mis parientes. ¿Cómo era posible que yo hubiese viajado sin avisar? ¿Y si era verdad y no una mala broma? Nerviosa y dubitativa, dicen que tembló mi madre.
Noche sin luna, de vuelta al hogar, un viaje que por primera vez hice a los ocho años, cuando mi abuela me llevó a conocer La Habana. No había cambiado todo, en la radio escuché la comedia costumbrista de “Alegrías de sobremesa”. Afuera: árboles y caseríos, gente al borde de la autopista, carretones en los caminos… en un filme veloz.
En un punto intermedio de la ruta, el ómnibus se metió en un claro de monte. Había un rústico restaurant donde vendían comida criolla. Atribuyo a los nervios que llevaba veinticuatro horas sin comer y el olor del puerco asado no pudo despertar mi apetito. Amparado por las sombras, mientras otros pasajeros comían, oriné las últimas cervezas sobre unas raíces.
Un golpe de luz sobre las frondas delató al árbol. Era una ceiba: el árbol sagrado de los yorubas en la isla y el árbol sagrado de los mayas en mi nueva tierra. Pedí en silencio a las deidades que vieran a mi meada como un tributo a la fertilidad y regresé al autobús, a la carretera oscura, que iluminaron las luces de algunos bohíos y unos pocos automóviles.
Mientras tanto en Holguín, la noticia se expandió como pólvora hasta mi familia extendida y medio barrio. Aunque mis familiares dudaron de la veracidad del mensaje, deseaban intensamente que fuera cierto. Ni un teléfono celular ni una paloma mensajera ni un aviso celeste hubo entonces para decirles que ya estaba en el medio de la isla.
Después de Taguasco, el autobús entró en la Carretera Central, única vía que va de un extremo a otro del país, construida entre 1927 y 1931 por el gobierno de Gerardo Machado. Es un camino estrecho de dos sendas, lejos del mar. Alguien me dijo alguna vez que la mafia estuvo a punto de construir una carretera escénica que bordearía la costa norte.
Jabones, detergentes, pastas dentales, papel sanitario, servilletas, champú, desodorantes, perfumes, carteras, zapatos de toda índole, chancletas o cutaras como decimos en Oriente, pulóveres, blúmeres, ajustadores, vestidos, batas de casa, lápices de cejas, creyones de labios, tijeras, pañuelos, fosforeras, refrescos y especies en polvo, aretes, lágrimas y dólares.
Ahí va Santa Claus lleno de regalos para su gente, para su sangre. Es un Santa Claus irresponsable que no pensó que una sorpresa así, llegar a casa sin previo aviso, podría causarle un infarto a su madre. Ahí va Santa Claus sin trineo, sin sueño, sin hambre, incrédulo de estar de nuevo en su matria. Ahí voy descifrando el paisaje en la oscuridad.
Casetes, collares, gafas, libretas y lapiceros para que puedan escribirme por correo postal, juguetes para los niños de la familia extendida, sábanas, toallas, paquetes de café, relojes, botellas de aceite, calcetines, calzoncillos, cinturones, hebillas de pelo, afiches, telas, cubiertos, gorras, botones, zíperes, peines, cortaúñas, medicinas para mi madre y mi abuela.
Llevaba cinco años y dos meses sin poner un pie en esa tierra. Muchos de los que se fueron no han podido regresar. Desde la distancia, se enteraron de la muerte de sus familiares, de sus amigos del barrio. No he logrado dormir. He visto puentes, los pueblos y ciudades, las palmas reales en su danza nocturna, la llanura sin fin de Camagüey…
Shorts, bermudas, regalitos para compensar a los vecinos que han permitido que usemos su teléfono para que mi madre sepa que sigo vivo en México, limas de uña, regalitos para el trailero que ha traído de La Habana paquetes que antes he enviado, pantalones, faldas, rollos fotográficos, blusas, hilos de coser, lápices de colores para ir disfrazando la realidad…
Esos regalos no iban a impedir que mi familia sufriera los embates de una crisis que nunca acaba, tan sólo eran un alivio en medio de la penuria. Ya, tan cerca de mi destino, pensé que daba igual venir con maletas o sin ellas, lo único que yo deseaba era abrazar a mis hermanos, besar a mi mamá, decirle a todos cuánto los extrañé desde México.
Sibanicú leí en un cartel. “Mañana me voy pá Sibanicú, mañana…”, sonó en mi cabeza un son del holguinero Faustino Oramas. Ya faltaba menos y al fin me quedé dormido. Soñé con Ron, un perro que hoy ya no vive como tampoco vive mi amigo Düring. En el sueño, Ron era un lobo y me seguía por una pradera donde cazábamos búfalos.
Me despertaron el primer rayo del sol y un aroma como de muerte del cementerio de Yareyal. Sentí que íbamos a paso de buey para acercarnos al Cruce del Coco, el río Matamoros, Ciudad Jardín… Miré hacia la Loma del Fraile, donde jugué de niño, y estaba desierta. A falta de gas y kerosene, la gente taló los árboles para cocinar y no morirse.
Entramos en Holguín, descolorido como todo el país, con sus jardines amarillentos. Cuando puse el pie en el escalón del autobús para descender, vi que allá abajo aguardaba mi familia con expresiones felices en sus rostros y sentí de golpe el olor, un olor que me remontaba hondo a la niñez, el olor misterioso del origen, de la primera identidad.