Por Agustín Labrada
Cuando Tom Wolfe, Norman Mailer y otros autores originales estadounidenses exponen de forma pública la existencia del Nuevo Periodismo, que consiste en aplicar recursos y técnicas de la ficción literaria en la prosa periodística, ya un joven de Colombia (Gabriel García Márquez) había experimentado con éxito tales fusiones en su escritura.
Transcurre la década de los sesenta y no es probable que García Márquez esté dentro de los colegas conocidos por estos autores que, por entonces, desafían el supuestamente objetivo periodismo de origen anglosajón impuesto en periódicos y revistas. No es de extrañar que así sea porque, pese a su estancia en Europa, el colombiano había colaborado principalmente con publicaciones de su propio país.
Además de crónicas, reportajes y entrevistas donde figuran diálogos convincentes, minuciosas descripciones y lenguaje urbano, los novoperiodistas escriben libros y se autonombran autores de novelas sin ficción desde que en 1966 sale “A sangre fría”, creada por el célebre Truman Capote, a la que se suman otros libros de otros autores con trasfondo crítico.
“A sangre fría” se trata de un reportaje novelado, con componentes estéticos en su forma, pero “realista” en su contenido, pues la información sobre los sucesos –un espantoso crimen– la obtiene Truman de conversaciones con los culpables. Por lo novedosa, esta modalidad es acogida por otros escritores del Nuevo Periodismo, quienes crean dentro de esta línea algunas obras trascendentes.
¿Qué aportes trae el Nuevo Periodismo?: Romper con las formas informativas tradicionales (con su “objetividad” y también con su “grisura”), al fundir los géneros; salirse del lenguaje estereotipado; ejercer diversos puntos de vista narrativos y diálogos, donde se recrean circunstancias sicológicas. En otras palabras: “literaturizar” los códigos noticiosos.
En su propuesta, Tom Wolfe distingue también la construcción-escena-por-escena: rehacer los escenarios y situar en ellos a personajes que actúan y cruzan de una a otra escena, sin seguir obligatoriamente el relato cronológico; y la descripción significativa, que retrata estilos, fantasías y contextos con que viven las personas y marcan sus roles en el mundo.
A la vez, se abordan con hondura sucesos que antes eran vistos en la superficie o se ignoraban. Ese haz temático llega a mentes de políticos, hippies y malhechores; historias de marginación y manifestaciones sociopolíticas; personajes sumamente complejos y anécdotas muy dolorosas; la guerra de Vietnam; drogas; bajo mundo, contracultura…
Dos puntos de esta estética, que se populariza en publicaciones como “Esquire” y “New York”, son la participación del reportero como personaje en la historia que relata y la escritura de libros entre los que se incluyen “Los ejércitos de la noche”, de Norman Mailer; “Despachos de guerra”, de Michael Herr; “A la rica marihuana y otros sabores”, de Terry Southern…
Esta tendencia tiene eco en autores latinoamericanos como Elena Poniatowska (“Hasta no verte Jesús mío”), Vicente Leñero (“Los periodistas”), Guillermo Thordike (“No, mi general”), Germán Castro (“El Karina”). Debe precisarse que en 1966, año en que sale “A sangre fría”, se publica en La Habana el libro del cubano Miguel Barnet “Biografía de un cimarrón”.
En “Biografía de un cimarrón”, se novelan los recuerdos de Esteban Montejo, quien fue esclavo, y luego fugitivo y mambí. Barnet, al igual que Capote, no fabula la historia, la historia se la relata oralmente el personaje entrevistado y, al transcribirla, Barnet le da vuelo narrativo. Se le llama novela-testimonio que equivale a decir novela de no-ficción.
Antes de que apareciesen estas dos novelas, un periodista caribeño, aún desconocido por los centros hegemónicos del ámbito cultural, había publicado una crónica-reportaje sobre el caso Wilma Montesi: una joven italiana que aparece ahogada y ello genera un arduo proceso investigativo policiaco mediante el cual se descubre toda una red de corrupción.
El texto, que se titula “El escándalo del siglo” (1955) tiene un formato heterogéneo: crónica-reportaje, y en él fluye una narración literaria con personajes cuyos diálogos reflejan características sicológicas. Puede leerse como una pequeña novela policiaca con su conflicto principal y sus historias paralelas, como obra inherente al Nuevo Periodismo.
¿Por qué no consideran ese y otros textos de García Márquez a la hora de teorizar sobre el Nuevo Periodismo? Quizá los novoperiodistas ignoran que exista esta escritura que no es estadounidense ni flota en lengua inglesa, sino en los márgenes hispánicos. Quizá porque originalmente no estuvo en libros y el propio Gabo no la difundió.
Muchos elementos que integran el Nuevo Periodismo están desde antes de 1966 no sólo en la prosa escrita por el Premio Nobel, sino también en el libro “Operación Masacre” (1957), del argentino Rodolfo Walsh, donde se ficcionalizan hechos reales sobre un crimen de Estado, y en las crónicas de John Reed “México insurgente” (1914) sobre la Revolución mexicana.
La dinámica noticiosa demuestra que la objetividad no se cumple porque la labor reporteril es fruto de los seres humanos que, en diversos niveles, “subjetivan” las realidades que exploran y traducen en textos periodísticos. Igualmente, puede afirmarse que el periodismo literario no está en pugna con la noticia, pues con ella se funde y fortalece.
Los efectos novoperiodísticos siguen influyendo en la escritura, aún invaden la sensibilidad de periodistas y lectores, aunque antes de su etiqueta neoyorquina tuvo en la América española sus gérmenes decimonónicos visibles en crónicas de José Martí y de la pasada centuria en “El águila y la serpiente” (1928), libro creado por Martín Luis Guzmán.
La alianza entre literatura y periodismo no la inventaron ni Tom Wolfe ni sus colegas. Transpiraba ya en textos de Mark Twain (“Vida en el Misisipi”) o en las mismas crónicas que escribió Rubén Darío, por ejemplo, pero no es hasta la década de 1960 cuando por primera vez se teoriza y se le da unidad al movimiento novoperiodístico.