Cada año, iniciando en miércoles de ceniza, los católicos practicantes del mundo empiezan los preparativos para su gran fiesta del domingo de pascua o domingo de resurrección. Es el tiempo de la cuaresma, entre marzo y abril, cuarenta días y cuarenta noches de penitencias difíciles, de reflexión solitaria y ayunos de carnes rojas los días viernes de ese tiempo. Cuarenta días y cuarenta noches, como los cuarenta días y cuarenta noches en que Jesús, terminando su ayuno, fue tentado en el desierto al sentir el hambre de la humanidad como el Hijo del hombre que era. El pobre diablo, su tentador, le dijo que hiciera panes de las piedras; el Cristo respondió que el hombre no vive solamente de pan, sino de toda la palabra que sale de la boca de Dios.
Y en este tiempo de demasiadas redes sociales y admiración por la corporeidad materialista (que lo digan sino el Instagram), los católicos del mundo, repletos de mundos –ese es uno de los significados de la palabra “inmundo”: repleto, dentro del mundo-, que quieren pero no pueden vivir solamente de la palabra, han confeccionado, reconfigurando la tradición caduca de sus abuelas, readaptando las consejas de curas y beatas, festinando interpretaciones singulares de los nuevos evangelios; una serie de rituales que contradice aparentemente lo que el mismo Jesucristo le recordaba a los fariseos, esos sepulcros blanqueados: “Escuchen y entiendan. Lo que entra por la boca no hace impura a la persona, pero sí mancha a la persona lo que sale de su boca” (Mateo, 15:10-11). Y el tabú de los católicos es el de no comer carne roja –puerco, res, y de cristianos metafóricamente hablando- ni en miércoles de ceniza, ni los viernes de lo que dure la cuaresma, ni en jueves y viernes santo de la Semana Mayor. Esto porque la sangre roja recuerda la sangre derramada por Jesús el día de su pasión y muerte.
Este es el único tabú gastronómico –relativo y de duración determinada solo a un breve lapso del año- que existe entre la cristiandad moderna, porque, recordando a la cita de Mateo (15:10-11), la enseñanza de Cristo, y luego la de Pablo, hizo que una rama disidente de los judíos, los primeros seguidores de Cristo, se comenzara a esparcir por el mundo o los mundos hace 2000 años; mundos que en algunas partes no se tenía ni remota idea de su existencia –el caso de América y sus pueblos indígenas-, y donde las distintas culturas de la variopinta humanidad, respondiendo al medio geográfico en que transcurrieron sus existencias, habían creado distintas formas de la “otredad”, de ser otros, civilizando con ello a sus paladares.
Lo apuntaba Herskovits en su voluminoso estudio: la cultura es la parte del ambiente hecha por el hombre. Y al principio del largo andar humano por el mundo, la ingesta alimentaria nos amarró más a nuestros pasos terrestres. Esto empezó hace miles de milenios, cuando el hombre comenzó a domesticarse a sí mismo, al inventar el fuego primigenio, que creó el hogar, y en el resplandor de esa llama milenaria –léase cultura- que cortaba la oscuridad salvaje, el hombre salió de su orfandad edénica, alejó a los depredadores –a otros humanos, a animales voraces y a la irracionalidad de entes sobrenaturales creados por su imaginación. Hizo el hogar con el fuego, y con el mismo fuego conservó a las piezas de su cacería, sahumándolas, e inventó nuevas técnicas de alimentarse.2 Inventó la cocina, lo que nos hace civilizados y nos aleja de la barbarie paleolítica, la división entre lo crudo y lo cocido. Y en milenios, muchas cocinas del mundo nacieron, crecieron, conquistaron paladares, perdieron y desaparecieron como los hombres y mujeres que las habían engendradas. No sabemos bien a bien qué comían los sumerios, pero tampoco sabemos lo que comían los hititas, o cuál era la vianda predilecta de los antiguos olmecas.
Hace cosa de dos milenios, el paladar judeocristiano comenzó su andar, y hace cosa de 500 años atrás, en los inicios del desparrame de Europa hacia África, Asia, Oceanía y América;3 al menos en cuanto a gastronomías tan disímiles, muchas de éstas que los invasores cristianos iban conociendo entraron al canon de lo comestible (arroz, maíz, guajolotes, tomates, chiles), y otras simplemente fueron repelidas de forma total (el canibalismo mesoamericano) o simplemente desdeñadas como comidas de bárbaros una vez traídos sus esmirriados trigos, sus vinos famélicos y sus vacas mugidoras, a los nuevos espacios de colonización.
Y en Mesoamérica, la vaca y el cerdo, el naranjo y otros cítricos, dieron igual una ingesta calórica a los descendientes de los mesoamericanos, pero durante mucho tiempo, hasta bien entrado el siglo XX, el pueblo maya yucateco fue preponderantemente un pueblo casi vegetariano que comía lo que la milpa le proporcionaba. Así apuntaba Redfield hace unas décadas, sobre los alimentos que consumían los indígenas de Yucatán:
“El régimen alimenticio está esencialmente compuesto de tortillas y atoles, con chile como principal condimento y una cantidad moderada de frijoles. La carne de res se come ocasionalmente; la de puerco aparece en la dieta principalmente como alimento para fiestas. A pesar de la simplicidad de las comidas diarias, se conocen muchas formas de preparar el maíz, ya sea como atole, como tamal, como pinole o pozole y también varias maneras de cocinar muchos alimentos suplementarios; su simple enumeración ocuparía un espacio muy grande”.
Y Villa Rojas dice casi lo mismo, al hablar de la dieta de los mayas del centro de Quintana Roo, cuando la milpa aún era lozana y no se oteaba en el horizonte la crisis de ella producida con la vorágine turística:
“No obstante la posibilidad de hacer más variada su alimentación, ésta se limita, la mayor parte del tiempo, a tortillas, frijol, salsa de chile y atole. Por otro lado, son algo desordenados en sus horas de comida; así, cuando es tiempo de ir a la milpa, se desayunan a las 5 de la mañana con atole y tortillas gruesas (pimpim-uah); al medio día toman, a manera de refrigerio, una jícara de atole; de regreso a la casa entre 3 y 4 de la tarde, toman su almuerzo que consiste en tortillas delgadas, frijol, salsa de chile y, quizás, alguna legumbre como calabaza, chayote o la raíz de éste (chin-chayote); ya en la noche repiten más o menos lo mismo con una jícara de atole caliente. Si, por el contrario, no les urge ir a la milpa, entonces, las comidas pueden ser más frecuentes y variadas; para ello se puede añadir al menú huevos duros, pollo cocido o carne de algún animal silvestre (venado, tepezcuintle, faisán, etc.). Además, si por este tiempo pasa por el pueblo algún comerciante ambulante, entonces, la tentación de tomar café con galletas se hace irresistible. También es de mencionarse la ingestión de frutas (mamey, papaya, plátano, chirimoya, naranja, guayaba, etc.) que hacen a toda hora cuando están disponibles”.
Es decir, los mayas actuales, la mayoría con sobrepeso, diabetes e hipertensión, cuyas vidas giran en torno, o están de algún modo interconectadas a centros urbanos turísticos o de desarrollo (Cancún, Playa del Carmen, Mérida, Chetumal), que observan impasibles cómo las nuevas generaciones se alejan cada vez más de la milpa de sus abuelos por diversos factores, con más posibilidades para comer carne de cerdo o de res acompañados de su “santa coca cola”; no son los mismos de hace 50 o 100 años, cuyo régimen alimenticio era casi vegetariano, y si a los productos de la milpa le abonamos los productos del solar o el traspatio (diversas clases de frutos, gallinas, huevos), o bien, las rutinarias batidas y espiadas del venado, del tzereque, de la tuza, del tepezcuintle; sin duda tendremos a un maya de ayer que resistía mejor las calamidades que se le presentaban con recurrencia porque su régimen alimenticio, discrepando un poco de Redfield y de Villa Rojas, no era completamente vegetariano, hecho de todos los derivados de la masa. Era eso y más.
Tengo mis dudas en la aserción de que los mayas fueran casi vegetarianos, toda vez que su régimen alimenticio sufrió la merma de sus espacios autonómicos producida, en el noroeste yucateco, por la individualización de sus montes debido al acaparamiento de las haciendas henequeneras, a finales del siglo XIX. Sin monte no habría milpa y animales de cacería, y el vivir en las haciendas implicaban unas condiciones paupérrimas y de explotación alimenticia para los mayas.9 Sólo en regiones fronterizas, cercanas al territorio cruzoob, la situación agraria no había empeorado, y durante buena parte del siglo XX, muchos campesinos de esta zona, irían en busca del “monte” para hacer sus milpas en la zona oriental de la península, siguiendo los caminos abiertos por los chicleros.
De las viandas cuaresmeñas
En ese sentido, los mayas de ayer –y muchos abuelitos que quedan- tenían un régimen frugal pero rico en cuanto a su alimentación. Fácil era para ellos hacer el ayuno cuaresmeño y de Semana Santa, porque no implicaba privación completa de lo que comían cotidianamente: un caldo de chaya con pepita y tortillas, frijoles con tomate tamulado, tortillas con sal y chile, pipián con frijoles y ciruelas verdes, camotes enterrados, yuca con miel, huevos duros con tomate, una palomita torcaz, o el simple frijol, que aquí no estamos para hartarnos.
Hoy nadie desea hacer ayuno, el ayuno es una extrañeza en estos tiempos líquidos donde el sobrepeso de las mayorías que sobrevivieron a la catástrofe covitosa, es el eco del espíritu fitness con su culto al cuerpo atlético, o sensualmente salvaje, que produce el “gym” de la posmodernidad.Que ayunen los santos, y no los pecadores. Y en ese sentido, las comidas cuaresmeñas de “semana santa” que comemos la mayoría de los peninsulares –el pescado y sus modos diversos de prepararlo, los campeones papadzules, la sopa borracha, el brazo de reina, las postas fritas de esmedregal, las langostas para los caciques y los de polendas, el cebichito aguado para el que se las da de buen diente aunque la cartera ande con telarañas, y hasta la más humildes empanadas de cazón o el pan de lo mismo- son el sucedáneo carnavalesco para tratar de hacer frente a una tradición que poco a poco se va diluyendo, o se va transformando: este tiempo de “semana santa”, en el que se execra contra las carnes rojas para estas fechas, o el ayunar y mostrar un momento de reflexión producido por la pasión, muerte y resurrección de Cristo, se toma mejor como un tiempo de “vacaciones”, donde la comida de esta “temporada” es similar a la comida navideña.
Hartarse hasta hincharse sigue siendo la consigna y la usanza es olvidar lo que hace dos milenios se inició con las enseñanzas del sermón de la montaña, de la parábola del sembrador, del camello pasando por el ojo de una aguja, y de otras historias que fueron las piedras centrales de una nueva visión de la humanidad, al conjuntar tradiciones de oriente y occidente en un cuerpo de doctrina que se lee en Marcos 16:15, expandiéndose a lo largo del mundo. La cuaresma, por supuesto, sigue siendo un carnaval de playa, cebichito y postas dirigidas con “cahuamas”