Lo de Jorge Brizuela, conocido como “El Venezolano” no es nada más cosa de echarle tierrita y que, con el tiempo, el asunto se olvide.
Justo, en medio de este escándalo, está el delicado tema de la seguridad y el combate a la corrupción y la figura del exgobernador Carlos Joaquín.
Según el informe de #GuacamayaLeaks, Brizuela era una especie de enlace con la delincuencia organizada, en particular con la mafia rumana (señalada de clonar tarjetas bancarias en “cajeros” de la Zona Hotelera) y de ser espía de Venezuela, un pais que no es amigo de los socios comerciales de México en Norteamérica.
Y lo que resulta aún más delicado es que Brizuela era operador directo de Carlos Joaquín, pero a la vez era “empresario” al que el fallido Gobierno del Cambio le dio jugosos contratos como las carpas usadas como instalaciones hospitalarias temporales durante la pandemia de COVID-19.
El detalle es que los actuales funcionarios en materia de combate a la delincuencia y la corrupción son una herencia de Carlos Joaquín.
Los titulares de la Fiscalía General del Estado, Oscar Montes de Oca y de la Fiscalía Anticorrupción, Rosaura Villanueva Arzápalo, así como de la Auditoria Superior del Estado (Aseqroo), Manuel Palacios Herrera, son herencias dejadas por Carlos Joaquín.
La influencia y continuidad del jaoquinismo en áreas delicadas es latente y se convierte hasta peligrosa ante este escalándolo en torno a Brizuela.
La 4T, que gobierna con amplio margen el estado, no puede ser complaciente, aunque en medio esté uno de sus nuevos adherentes, como lo es Carlos Joaquín, designado el pasado 6 de enero como embajador en Canadá.
No se trata de que el asunto se olvide y ya