Jorge Manriquez Centeno
SÁBADO
Me levanté con un dolor de cabeza terrible. Por arte de la desdicha, ese dolor también se ha instalado en mi cuello e invade mi espalda. El dolor da vueltas, como rehilete desbocado. Tomo varias pastillas de paracetamol. Luego celebrex. Horas más tarde, tramadol y nada.
…
Me siento tan vulnerable como la punta de un cuchillo ardiendo sobre el horizonte.
La superficie del río reflejaba tu rostro, pero las cenizas lo fueron diluyendo.
…
El dolor de cabeza me mantiene despierto.
El insomnio golpea las persianas.
Trato de alejar ese taladreo, que me va rodeando con su terciopelo.
Hay zapatos que te lastiman, hermano. Aunque no quieras quitártelos, porque están nuevos, tienes que hacerlo para poder caminar.
Veo hacia adentro. Solo hay silencio. Áspero.
3:43. Sombras. Viéndolas bien, te pueden iluminar
…
Lo mejor es alistarse, para luego beber un café bien cargado.
Me lo bebo de tres sorbos. Me sirvo otro. Está humeante. Chingón el condenado café. Me hace sonreír. Me reanima. Salgo al patio, y es un trinar de pájaros, que aletea el viento. Es un viento susurrante.
Voy a mi “cuarto de estudio”. Estoy en la lap. Voy bebiendo mi café y, así, de la nada, recuerdo el café de olla de doña Lala, que me obsequiaba cuando iba a jugar lotería en su casa. Mi planilla esta medio cabrona. En las esquinas están “La muerte” y “El diablito”. Trato de no observarlos, pero me jalan a la mala suerte. No puedo cambiar de planilla porque no hay ninguna disponible. No gano ningún juego.
SALUDANDO A DOÑA LALA
Desde muy chamaco, todos me decían Tote en la vecindad donde vivíamos.
Estoy en un día cualquiera de inicios de los setenta. Traigo unos centavos en mis bolsillos y son como un imán de buenas vibras, potentes vibras que me hacen cantar.
Sí, cantar, y me imagino a aquel organillero que solía ubicarse afuera de la pulcata “La bella Carolina”, y escucho esa genial música, y estoy cantando e imaginando algunos sucesos que le dieron forma al Tote, el inolvidable Tote, bueno para mí, y eso lo digo porque lo traigo pegado en el centro de mi corazón. Con ese palpitar, que es hasta tema de una canción, brotan recuerdos.
Debe decirse que, era tan feliz que quisiera regresar los reflectores de mi vida para estar un día, unas horas por aquellas queridas calles de la colonia Magdalena Mixhuca; volver a ver a mis amigos, primos, primas, y a toda la parentela, muchos de los cuales, por las tardes, estábamos ahí, en el patio de la vecindad, escuchando música o platicando en la esquina de la calle Cucurpe. Otros preferían echarse una cascarita de fútbol soccer.
Quisiera estar comiéndome esas ricas garnachas que, a veces, me obsequiaba doña Lala, a quien ni las gracias le di. Quiero regresar para darle un beso en la mejilla y decirle “gracias”, y saludar a Hugo, Mónica, Yoni, Mardo, Mabel, don Chava, Román, Mento, los pequeños Roy y Pilar, Toña… otros más de esa querida familia.
Hoy los saludo, traspaso aquel enorme portón del 41, para irme por la calle Vicente Guerrero. Camino lentamente para apreciar todas esas casas que están a lo largo de esa calle que le dio forma a tantos juegos, amistades, enojos, mentadas de madre, reencuentros y desencuentros, que hicieron girar el trompo que está en la palma de mi mano…
CANTANDO AFUERA DE LA PULCATA “LA BELLA CAROLINA”
Hoy, el Tote tiene un chingo de centavos. El dinero siembra girasoles, por eso el Tote tiene ganas de correr y cuanta chingadera se imaginen. Aullar, dice un cabrón lector que estoy viendo, y pues ahí tienen al pinche Tote aullando como un cabrón coyote. Otro dice que ladrar y el Tote empieza a ladrar.
Con esas poderosas motivaciones, el Tote sigue cantando en la esquina donde está la pulcata “La bella Carolina”, pero como canta regacho, mejor diremos que el Tote está aullándole a la luna llena. Es un lobo, con la aclaración de que el “hombre-lobo” no andaba en París, ni se llamaba Dennis: es y será el Tote que está en esa esquina aullando.
Años después rodará “por los bares del bulevar” y será el “bule” de Chetumal y estará contemplando esa inmensa luna llena rojiza, que gozosa se despliega sobra la bahía de Chetumal, pero bueno, eso está en otras hojas.
(Con ese genial valemadrismo, que a veces engrandece la vida de cualquier ser vivo, me bebo una chelas y salgo al patio de mi casa en Chetumal, ciudad donde vivo desde 1991, y me pongo a chiflar estridentemente, y mis tres perros cocker y una perrita de raza pug, de nombre Olita, parecen entenderme —en realidad siempre corren por todo el patio y aúllan cuando les chiflo—, y me rodeo chingonamente de un concierto de ladridos y aullidos, resaltando los de Lentejita, que me va rodeando, y de repente estamos en el piso y no dejo de chiflar y ellos, no dejan de aullar, y Lentejita me da unos lengüetazos de alegría cuando la abrazo, y Olita da vueltas onduladas por todos lados. El amor de ellos hacia mí, y a la inversa, va y viene, como el agua de pozo. Es un insondable canto de vida.)
El Tote va hacia “el corral”, lote baldío que está en el fondo la vecindad. Va tarareando el “Himno a la alegría”. En ese lugar, piensa que está bailando un vals con la señora Luna, como le dice a la luna, que sonriente se deja acariciar por ese joven, que se imagina estar haciéndole travesuras.
Al día siguiente, el joven Tote sigue tarareando esa melodía de todos los tiempos y, con esa potencia, se dirige al Mercado de Jamaica. En un puesto de jugos y venta de frutas, está Angélica, “La Fresera”. Al Tote le encanta mirar cómo corta fresas, papayas, melones, sandías, y luego, bien cortaditas, las coloca parsimoniosamente en un plato, les pone harto chantilly, tanto que, al rato, el Tote se chupa los dedos con parsimonia, así como quisiera chuparla por todos lados, pero es momento de pagar y despedirse.
Angélica lo saluda primorosamente, así como para contrariar a su primo el Vilos y, como es el cuate del Tote, este le baja dos rayitas a su mirada de microscopio.
Ese día te miraste al espejo, Tote, y decidiste hablar con ella, y viste su barba partida como sonrisa y pensaste: “Cómo me gustas. condenada Angélica.”
Esas palabras fueron dichas con tanta dulzura que pareciera que ella estaba ahí. Pasados algunos meses, Angélica se cambiaría hasta por el rumbo de Cabeza de Juárez, lejísimos de la vecindad, y las pretensiones del Tote, no dichas en el momento exacto, se las llevó la distancia. La distancia es el olvido. Cierto. El Tote se lamentó de su torpeza, pero aprendió la lección.
(Y sigo cantando en esa esquina, para que no se diluyan estos recuerdos que están de rechupete.)
EN EL ZAGUÁN DEL 41
Estoy en el zaguán de la vecindad, el 41, dado que se localiza en ese número de la calle Vicente Guerrero de la colonia Magdalena Mixhuca, del Distrito Federal. Es un 41 bien delineado, con historias para dar y regalar.
Caray, sólo el ver ese número grande, arriba y en medio del zaguán de la vecindad donde vivimos muchos años, hace click para hacer fluir recuerdos a borbotones, como cuando se rompía la piñata en las posadas y los dulces, tejocotes, mandarinas, naranjas, cacahuates, la colación, caían a raudales, y el canto de os pido posada relumbraba en el cielo estrellado.
Por eso me veo en el espejo y sonrío. Es una risa deliciosamente feliz, como esos días de los juegos de trompo, “yoyo”, cascaritas de fútbol, “coleadas”, y estoy hasta el final, y todos me impulsan, y unas manos me sostienen férreamente, son las de mi carnal Polo, y estoy, estamos, dando vueltas, y vueltas…
Voy hacia los lavaderos. Mi prima Lupe está abrazando a Manuel, su novio de toda la vida. En la grabadora, se escucha “Happy together” y, aunque es tarde tirándole a noche, hay un luminoso cielo estrellado que me permite pensar: ellos significan esas cosas de la vida que simplemente suceden.
Andan juntos de un lado al otro. Les dan forma a esos lados, formando rombos irregulares, pero plagados de metáforas, más cuando se miran como espejos, tal como si el mundo se fuera a acabar, pero en cierta forma el mundo si se acaba para cada uno de nosotros, por ello hay que disfrutarlo al máximo.
Si tienes una persona empática a tu lado, deja de quejarte, y sé feliz, me imagino que esos eran los pensamientos que los guiaban. Eso que se dice fácil, por supuesto, es bien complicado. Si uno a menudo no se soporta, ni puede caminar consigo mismo, imagínense despertar y ver ese rostro que te lleva el desayuno todos los días, te endulza el café, y al que tus padres ven como a un hijo, esas manos que se entrelazan para ir al mercado o a misa, que ni se sueltan para cruzar las calles y avenidas.
Y luego, en los pachangones, verlos bailar prácticamente toda la noche, riendo y tomándose los tragos, es, en verdad, un viaje de vida bien chingón.
Hubo un tiempo en que me encantaba correr por todo el patio de la vecindad, gritar a raudales como uvas a punto de ser maceradas para engendrar vino, y me gustaba mucho ir al cine “Francisco Villa” y echarle porras al “Santo” y al “Blue Demon”, eternizados en aquellas luchas contra las condenadas momias que se querían apropiar de nuestras calles y parques, donde rodábamos, como botellas, apuntando por todos lados.
Hubo un tiempo en que me gustaba ver caer la lluvia en un día soleado. Verla y acariciarla, a través de círculos rápidos, pero alentándose en el cuenco de mis manos. Verla brillar.
Hubo un tiempo en que, en las misas, en el momento de dar el saludo de la paz, recorría toda la iglesia y a todas las personas les decía: “La paz sea contigo”, y los saludaba afectuosamente, con una fuerza tremenda que provenía de mi corazón, y con esa energía rezaba varias veces el padrenuestro, que ciertamente está en el cielo y nos santifica y hace su santa voluntad, pero por favor, Diosito, acude a nuestro cuarto, porque nos está yendo de la chingada, aunque después me persignaba para borrar esas malas palabras de mi mente.
Hubo una vez en que el atole se quemó por no estar a fuego lento y sabía de la patada. Calientito se lo di a mis hermanitas menores Ana, Adriana y Silvia, a quien todos le decimos la Gorda, porque en verdad esta gordita la canija y nadie sabía las razones, y, carnalitas, para destantear el paladar, ese día les canté “La patita”, de Cri Cri, y al final empecé a hablar como el Pato Donald, y empezamos a reír, a reír a manos llenas, y ese atole sabía a gloria.
Hubo un tiempo que mi hermano Polo me llevaba con sus cuates a Avándaro y, al pie de esa hermosa laguna, cantaban rock, muchas rolas, y la guitarra acústica tenía la energía de cables de alta tensión, y era cuando el Monstruo requinteaba aquellos “solos”, “riffs”, de Jimmy Page, Pete Townshend, Jimi Hendrix, Ritchie Blackmore, Keith Richards, otros más.
Están cantando, estoy cantando y eso que estoy bien chamaco.
Hubo un tiempo en que vi bailar música disco a mi primo el Ruso, en la pista del “Joyce”, nuestro improvisado “Estudio 54”, y, en la oscuridad de aquel lugar, vi emerger pequeñas y brillantes lunas, provenientes de una enorme bola de cristal repleta de espejitos. Esos espejos están en todos lados, primo, y bailas muy chingón, y no puedo seguirte tus pasos, por eso te veo en la distancia. Los recuerdos te acercan, primo Ruso, y hacen relucir tu rojiza y rizada melena.
Hay remolinos que, si los ves bien, no son sólo de agua, son espejos que todo te lo regresan.
Hay remolinos de cumbias, que todos bailan en los pachangones que se arman programadamente en el patio de la vecindad, o cuando alguien saca un pomo y es de “traje” todo lo demás, y, desprogramadamente, el pachangón es marca “Acme” o se “arma un San Quintín”, un santo desmadre, por los cuates mala copa de todos los tiempos.
Hay remolinos de vientos huracanados, por eso hay que destender rápido la ropa.
Hay risas, sollozos, rehiletes desbocados por tanto viento.
Hay flores de todos los colores en el Mercado de Jamaica, comida, frutas, con todos los sabores que te puedas imaginar y se te hace agua la boca, y es una sensación fabulosa.
Me gusta andar por todos esos andadores entre gritos de los “marchantes”, voces entreveradas que me llevan por todos lados. La música de los altoparlantes es fabulosa, más cuando la escuchas a lo lejos. Te acerca a ti mismo.
…
(Aunque entran y salen de la pulcata varios cuates medio pedos, algunos de los cuales me la quieren hacer de jamón, sigo cantando para que no se diluyan estos recuerdos. La manivela sigue dando vueltas y las puertas de vaiven abanican la memoria.)
“TRISTE Y SOLA/ SOLA SE QUEDA LA ESCUELA”
Al rato, mi mente está en blanco, blanco…
“Mostazo, ¿repasaste para el examen de mate?, va a estar bien cabrón”, comenta Blanco, chamaco de más de 1.90 metros de altura, cuyo apodo se deriva de su apellido, pero coincide con su sonrisa sincera, esa que tenemos cuando estamos chamacos.
No le contesto. Estoy todo apendejado.
“Mostazo, ya vamos a entrar a clases, despéjate, estás como asustado. Ja, ja, ja”, ríe a carcajadas, como en otras ocasiones. Mi conciencia me dice que me aliviane de esa “pestañita”
Seguí atolondrado, tanto así que quedé en blanco ante las preguntas, números que veía en el pizarrón y que había que contestar…
De repente, “me cae el veinte”, estamos en la secundaria 88, por el rumbo de la Jardín Balbuena, y por estos lares no me apodan Tote, sino Mostazo, y eso porque siempre ando con un suéter de ese color. “No hay pá más”, simple.
Al verme en ese estado como de lamentación, mi amigo Leonardo va en mi auxilio: me pasa la hoja del examen con las respuestas. Previamente, él había recurrido al auxilio de Tecpanecatl, buenos para esas lides, cuya hoja de respuestas fue pasando posiblemente por los pupitres de Huevoduro, Rivadeneyra, Escárcega, Coronado, otros más. Lobato, otro de los chingones para las Matemáticas, fue al auxilio de otros compañeros.
Después, vamos a clases de música. Saludamos al maestro Fa Sol La Sí. Pone música de fondo, y empezamos a cantar “Triste y sola”, y es una improvisada estudiantina, con ecos que aún retumban en mi memoria:
Triste y sola,
sola se queda la escuela,
triste y llorosa
se queda la facultad.
Y los libros,
y los libros empeñados
en el Monte,
en el Monte de Piedad.
No te acuerdas cuando te decía,
a la pálida luz de la luna,
yo no puedo querer más que a una
y esa una, mi vida, eres tú.
Aún hay un pandero, flautas, guitarras, mandolinas, agitando este recuerdo. Termina la lección. Vamos al salón de clases, el “F”, nuestro acorazado. Veo a Leonardo, Dattoli, las hermanas Piña, Dominga, Ruvalcaba, Escárcega, el Piolín, Lobato, Márquez, Harrison, Ayuso, Acosta, Piña, Dalinda, Coronado, Mora el Huevoduro, Islas, Tecpanecatl, Nolasco, Téllez, Federico, Manuela, Irma Pompa, Rosa, Jacqueline, Lastiri, Cubas, Blanco, el Chorejas Palomares, Trinidad, Alanis, Escamilla, el Tibiri, Soledad, el Caballo Portillo, Sandra, la Rojo, otros más. Quisiera estar de nuevo con ustedes, amigos y amigas, e ir escuchando el pase de lista, con ese “presente” que tanto me hace falta.
Quiero sentir esas buenas vibras cuando jugábamos tochito contra otras escuelas, platicábamos en el patio de la secundaria o estábamos forjando el inmenso tiempo en la palma de nuestras manos: recuerdos mágicos para cada uno de nosotros.
Hoy canto con ustedes una rola, cualquiera de esas que íbamos entonando con nuestros desmadres, buenas o malas acciones, pero siempre solidarios a la hora buena, en que veíamos que alguien la estaba pasando mal por su chingado padre, por la falta de dinero, o cualquier otra chingadera.
Es momento de decir adiós: todo llega a su fin. Estamos en el patio de la secundaria.
Escuchamos y cantamos “Las golondrinas”, y lloramos como infelices chamacos, porque algo estaba terminando y comenzando a la vez. “Es el porvenir.”, dice mi conciencia.
(Como todos los días, salgo al patio de mi casa, aquí en Chetumal, y me pongo a chiflar estridentemente, y mis tres perros cocker aúllan fuerte, cada vez más fuerte, y es un concierto de aullidos, pero esta vez no corren por todos lados ni me rodean ni mucho menos me tratan de derribar para jugar en el pasto, como solemos hacerlo. Parece que el tiempo se detiene en esos aullidos: me están avisando que Olita acaba de morir de un infarto, así, de volada, como es la vida que todo te lo da y te lo quita pausada o repentinamente. Se están despidiendo de nuestra amiga Olita. Son aullidos rojos, un canto de adiós, que me permiten, ahora sí, abrazarla y cerrarle los ojos a mi perrita de raza pug que queremos tanto, pero que tiene que partir.… Hay adioses que se pierden con el incienso.)
VUELTA A UN NUEVO DÍA
(Sigo viendo cómo el organillero sigue dando vueltas a la manivela. Esa música tiene un toque metálico impresionante. Ahora toca “Amor eterno” y luego “Esta tristeza mía”, y le digo que pare, que ya estuvo bueno de tristezas, mejor algo más alegre, y toca “El negro José”. Estoy bailando contigo, Marta, vecina, y uno de mis primeros amores platónicos de la primaria, y le doy y me da vueltas, y le doy un beso en los labios y sabe a miel. “Esta cabrona acaba de comer sus buenos hot cakes, con harta miel”, pienso y río a carcajadas, y ella se sorprende y empieza a reír desenfrenadamente. Estamos riendo a carcajadas, hermosas carcajadas con resonancias metálicas, que emanan de esa grandiosa caja musical.)
Abro los ojos. Estoy mirando de nuevo el sol. Fijamente. Como antaño solía hacerlo. Regreso al “cuarto de estudio”. Con esa energía, voy hojeando algunas obras de Flaubert, Zola, Carson McCullers, Thomas Wolfe, Joyce. Todo tiene su momento… Sin pensarlo, me vuelvo a adentrar en Madame Bovary. Hace muchísimos años leí esa obra inmortal. Quiero aligerar mi tristeza en ese inmenso espejo.
Y estoy cantando.