Para nada pinta de demócrata al gobernador, Carlos Joaquín, haber perdido una elección tras otra.
En su Quinto Informe trató de “catafixiar” las derrotas como si fueran victorias.
Y dijo:
“Llegamos al gobierno no para refrendar un triunfo electoral, sino para cambiar los paradigmas de lo que precisamente significaba ganar una elección-
“Queríamos cortar de raíz el hecho de reducir la política a la sola obtención de resultados electorales”.
Tratar de mostrarse como un generoso demócrata al perder elecciones, no sólo no aplica en el México de hoy, sino que además representa un gesto nostálgico, casi un homenaje al “viejo PRI”.
Insistir en la derrota como un logro es profundizar en su priista interior, que se supone habría dejado a un lado, cuando se convirtió en gobernador, vía una alianza de PAN y PRD.
En la época del PRI hegemónico, en que se ganaba o se ganaba, sí significaba un gestó de altura política aceptar la derrota.
Además, en aquellos tiempos, ser priista ya implicaba hándicap moral en contra.
Sí correspondía alzarse el cuello ante una derrota política en un contexto de gobiernos de décadas y décadas del partido único
Pero Carlos Joaquín está muy lejos de ser un referente de la transición democrática, y tratar de aproximarse a lo que fue Ernesto Zedillo hace 21 años.
Ya han pasado muchos años, cuatro presidentes de tres partidos distintos . México ya es otro.
En los tiempos actuales, una derrota es una sentencia ciudadana.
Y en el caso, particular de Carlos Joaquín, una implacable sentencia
Cuando se está cerca de una normalidad democrática y con un sólo sexenio en el poder, la derrota no tiene mérito, sino que todo lo contrario.
Además, este engañoso imperativo democrático palidece aún más cuando los adversarios son peso mini-mosca, casi improvisados y dependen casi una fuerza inercial exterior.
Y Carlos Joaquín ha sido sentenciado tres veces en las urnas con el mismo verdecito.
“Lo que es liso, no es chipotudo“: las derrotas son derrotas.