Por Agustín Labrada
Ana posa bajo el sol con sus rubios cabellos. En pocos minutos, llega su padre —con impecable guayabera y ademanes de superdotado— en un Lada amarillo que al brillar enceguece. Ana sube, contempla al grupo de alumnos y espera devoción por la princesa que se va, pero ellos (libres de traumas monárquicos) abordan sin mirarla el autobús.
Héctor sube ligeramente cabizbajo, le avergüenza un poco verse tan sucio, cree que todos sus compañeros lo observan y juzgan. Sus percepciones a veces no convergen con la realidad. Sigue a Rony, su socio, su hermano, mientras la brisa va filtrándose por las ventanas (casi sin vidrios) del autobús con olor a azahares, a flores silvestres, a estiércol…
¿Otra vez con prejuicios? Aunque miren a través de tu camisa manchada de tierra, nunca podrán ver tu alma. ¿Acaso te ves a ti mismo como a un hermano gemelo? No siempre hay que actuar para los demás, aunque la miseria interior de algunos sólo les conceda ver lo ajeno que puedan derruir. Camina hasta tu sitio, junto a ese cristal roto, y manda al diablo las miradas.
Pese a que madrugaron para acudir a esta ceremonia obligada, los muchachos se han divertido sin que les importe el ejército militar que, hasta con bazucas, protegió el show, como si entre sus resquicios pudiese estallar en un minuto alguna bomba. Hay alegría en exceso, chistes que ya conocen, los senos que se erigen… Es una fiesta el autobús.
De regreso a la escuela, profesores y alumnos cantan un guaguancó. Ni Héctor ni Rony entendieron nunca por qué, cada vez que estaban en colectivo, en cualquier actividad, todos cantaban esa historia de violencia, cursilería y amores rotos. No hay clases hoy y, aunque se queme el cielo, como en Nagasaki, cantarán este guaguancó del bajo mundo.
“Era una noche de luna / de relámpagos y truenos…”, se esparce el canto, las claves con palmadas… En el fondo, ni a Héctor ni a Rony le gustan ni la rumba ni esas guarachas interminables del carnaval, sino el pop y el rock casi prohibidos, que muchas veces tienen que oír en la azotea de El Negro, usando una rara antena, en una emisora de Maracaibo.
La primera vez que escucharon a “Los Beatles” ya no existía el grupo. La primera vez que oyeron a “Bee Gees” fue dos años atrás en un programa de la televisión santiaguera llamado “Guion 5”. Se sienten saturados de tanto son montuno por las tardes, de canciones rancheras mexicanas por las mañanas, de baladas pegajosas y frívolas, y de los himnos.
¿Cuál es el primer recuerdo de tu vida, Montiel? La música, ¿verdad? Aquellos haitianos que tocaban tambores en un velorio. ¿Qué edad tenías? ¿Tres, cuatro años? Haitianos que trabajaban en los cañaverales y cantaron todo un viernes ante un difunto. Allí te llevó tu padre y allí empezaste a entender que la tradición puede volverse un tsunami que arrasa, con sus ritos y costumbres, cualquier seña de originalidad.
…se paseaba un caballero
de su coche a su cochero.
Iba vestido de blanco
y en el pecho una medalla…
Los profesores —una gorda pecosa y amargada, y dos jóvenes egresados del Instituto Superior Pedagógico— se muestran relajados y cantan sin mucho ritmo; y el chofer, quien ya conoce de memoria estos rituales, maneja con mucha lentitud; impasible, se seca con un pañuelo añil el cauce de sudor que le desfigura el rostro enrojecido y árido.
Rony sonríe, porque sabe que a esa maestra gorda le altera ver el letrero que puso en su camisa. La ve negar con la cabeza y esgrimir, desde unos ojos de sapo, amenazas que no logran convertirse en frases y se pierden, sin consuelo, en el caos de la rumba y las sacudidas de la guagua Girón en cada frenazo y en cada bache asesino de la Carretera Central.
…y al doblar las cuatro esquinas
le dieron tres puñalás…
Cantan y ríen, como si la adolescencia fuese eterna, como si nunca fueran a envejecer y a morirse. En el limbo de sus barrios periféricos y su escuela secundaria, no conocen drogas fuertes, aunque alguien les contó que frente a la estación de policía del reparto Palomo, en el parque José Martí, estuvo sembrado, hace algún tiempo, un arbusto de marihuana.
Según la leyenda urbana, una noche de carnavales por allí pasó una conga y, cuando la conga ya era un ruido lejano que enrumbaba hacia la Calle Real de Pueblo Nuevo, los policías descubrieron que el arbusto había desaparecido. Cultivar el café no es ilegal, como la marihuana, pero venderlo por cuenta propia sí y se sanciona con años de cárcel.
Así son los caprichos del poder que ahora reina, Héctor. Lo legal, lo ilegal. Cuando crezcas, si no sigues siendo tan burro, entenderás que todo es una gran estupidez, y que quienes mandan —en cualquier latitud y en cualquier tiempo— su represión imponen, como si la gente fuera un puñado de vacas. Si protestas, acabarán contigo. Si te callas, un mediocre serás.
Sólo tienes que leer un poco, no sólo a Julio Verne y a Emilio Salgari, para que entiendas, sufras y te rías de tanta ley injusta sobre el orbe. Verás cuántas prohibiciones imbéciles han herido al ser humano. Prohibido el aborto, prohibido fumar, prohibido ir a la escuela, prohibido el alcohol, prohibido el voto femenino… Impúgnalas o vuélvete una marioneta.
—No te apendejes, socio.
—No es eso, pero debemos tener discreción.
}
—En boca cerrada…
—No entran moscas…